martes, 2 de octubre de 2012

Religión: libertad, respeto y vehemencia

No es la primera vez que estamos presenciando sucesos como los de las últimas semanas en el mundo árabe contra intereses y ciudadanos europeos y americanos, por cuestiones de intolerancia religiosa. En esta ocasión, ha prendido la mecha un irreverente video aparecido en YouTube y, posteriormente en respuesta a dichas algaradas, la publicación de la imagen de Mahoma en diversas publicaciones. Ello ha acarreado ya la muerte de varias personas y toda una ola de violencia que está poniendo en vilo la vida de muchos occidentales víctimas de la ira de los seguidores del salafismo, una de las corrientes más radicales del Islam que promueve su retorno a sus orígenes en usos y costumbres.
La historia de las religiones está plagada por episodios de extraordinaria virulencia que han dado lugar a numerosas guerras a lo largo de los siglos con dramáticas consecuencias para la humanidad en todos los rincones del mundo. El recurso a la fe, justificado en la aplicación de sus normas y creencias, y la manipulación entorno a la misma de las diferentes confesiones ha servido como pretexto para, emancipándose del poder divino, adueñarse del poder terreno, aunque ello se haya llevado por delante la vida de millones de personas desde el principio de los tiempos.
En el caso más cercano del Cristianismo, desde que en los Concilios de Nicea y Constantinopla se sentarán las bases del dogma, la iglesia como institución -no ya como el conjunto de sus fieles- especialmente auspiciada entonces por Constantino, emperador de Bizancio, fue arraigando cada vez con más fuerza en el entorno social, hasta que acabó alcanzando enormes dosis de poder a través de todo tipo de artificios y recurriendo a la fuerza si fuera necesario quedó convertida, junto a la nobleza, en la cúspide de una pirámide social en la que permanecería más allá incluso del desmoronamiento de esta tras la Revolución Francesa y que, de facto, perdura hasta el mismo día de hoy. Por el camino quedó atrás para la alta jerarquía eclesiástica la mayor parte del mensaje de sus profetas, especialmente el del propio Jesucristo, en cuanto a humildad, solidaridad y benevolencia que en la actualidad y en la práctica solo permanece entre una buena parte del sacerdocio de a pie, lo que le ha acarreado al mismo no pocos problemas frente a la curia que regenta los destinos de la cristiandad. Tanto es así que, contra viento y marea, esta misma jerarquía ha extendido sus redes por todo tipo de ámbitos de la industria, desde grupos financieros hasta grandes medios de comunicación, mientras que, por el contrario, Cáritas su principal institución de carácter social se financia mayoritariamente de subvenciones públicas y donaciones privadas.  Por último y para no salirnos más del tema principal de este artículo, alrededor de la iglesia giran otras organizaciones donde su capacidad soslaya de buena manera a la misma, como es el caso del Opus Dei quien, entre luces y sombras,  extiende sus largos tentáculos por todas las cúspides del poder político y económico a lo largo y ancho del planeta.
Centrándonos ya en el caso, en alguna ocasión se ha dicho que si retrocediéramos en el tiempo los algo más de seis siglos que separaran el Cristianismo del Islam, comprobaríamos que ese grado de violencia sectaria entre una u otra religión existente hoy en día resultaría equidistante para ambas. Aunque pueda no faltarle buena parte de razón a esto, especialmente si hiciéramos un repaso a las acciones de la iglesia católica en el SXV –con la Inquisición a la cabeza-, habría que tener muy en cuenta también la diferencia de contexto histórico entre ambas épocas. Es evidente que el grado de conocimiento adquirido por el pueblo en aquellos tiempos –y sobre todo las posibilidades de hacerlo-, es irrelevante con el actual y, en cualquier caso, la interacción entre las diferentes culturas existente en el SXXI, consecuencia del desarrollo social y tecnológico, ha permitido que ese periplo temporal se haya diluido en gran manera.
Serían pues otras circunstancias las que habría que aducir o añadir como causa referente a las diferentes reacciones entre una u otra comunidad de creyentes cuando se sienten hostigadas por lo que, en común denominador, reconocen por blasfemia. En el caso del islamismo salafista, probablemente, la combinación de una religión con cánones muy estrictos, con la pobreza como principal escenario entre la población, dictaduras militares y monarquías absolutistas financiadas y sostenidas por las grandes potencias, una enorme represión y su situación de abandono cuando no de explotación desmedida de sus recursos por parte de la sociedad occidental súper-desarrollada han contribuido a un explosivo cóctel que da lugar a manifestaciones de especial virulencia ante cualquier hecho, por irrelevante que pueda parecer a nuestra cultura, en el caso de las facciones más extremas del islam. Cabría ahora recordar –salvando en cierto modo las distancias que predispone el entorno-, como hace solo unas décadas en España, el nacional-catolicismo franquista estaba arraigado de tal manera y ejercía tal acecho sobre la ciudadanía que cuestiones tan obvias en la actualidad como puedan ser la homosexualidad o la objeción a la fe, podían incurrir no solo en un reproche de la autoridad religiosa sino un delito ante la justicia ordinaria, inducido por la misma.
Por otra parte y al hilo de lo manifestado por el primer ministro francés sobre este asunto o el artículo publicado al respecto por Bernard-Henri Lévy, “El eterno culpable”, o el de Lluis Bassets sobre el “Derecho a la blasfemia”, habría que hacer un examen de conciencia acerca de si hay que fijar límites a la libertad de expresión –aunque solo tengan carácter propio o interno, lejos de una norma escrita-, o las consecuencias que pueden derivarse de determinadas situaciones a partir de la misma. La experiencia nos muestra que lo que para uno puedan resultar asuntos ciertamente banales, para otros y en determinadas circunstancias pueden provocar reacciones con gravísimas consecuencias. Lo que podría parecer un ejercicio tan simplista como la representación de la imagen de Mahoma, aunque no esté expresamente prohibida por el Islam, peor aún su divulgación desde un punto de vista satírico o sarcástico, ha traído resultados trágicos como la muerte de varias personas, entre ellas la del propio embajador de EE.UU. en Libia, a pesar de su presumible grado de protección, lo que puede dar idea de la magnitud de los desórdenes.
En cualquier caso, la solución del  anatema ha de pasar por varias cuestiones fundamentales que, aunque diferenciadas, acaban entrelazadas entre sí. Es inadmisible para la civilización occidental que, a solo unas pocas horas de sus centros neurálgicos de desarrollo y pensamiento, contemplemos otra sociedad donde la esclavización generalizada por la pobreza, la miseria y las desigualdades de clase sean un foco  permanente de conflictos políticos y sociales. Máxime cuando, en la mayoría de los casos sus recursos son explotados de forma extraordinaria sin que esos beneficios aporten un beneficio recurrente para el pueblo. Por otra parte, esta misma civilización occidental debe aprender, de una vez por todas, a respetar las diferentes idiosincrasias de cada una de la variedad de comunidades que pueblan este vasto planeta. Su sentido de la existencia, su modelo social, sus creencias, etc. no tienen por qué ser asimiladas ni asimilables para Occidente y menos aún debe éste tratar de imponer su modelo de sociedad, a toda costa, con el prejuicio de sus propios valores.
En el otro extremo, el Islam, con todas su corrientes y sin menosprecio hacia otras confesiones, tiene que asumir que la libertad de expresión es un bien preciado que permite el enriquecimiento cultural, político y social de todas las partes, aunque tenga algunas contrapartidas como la crítica exacerbada, irrespetuosa, fuera de tono  o, en no pocas ocasiones, menoscabe sin orden ni rigor las facultades humanas.
En definitiva, será la suma de valores como libertad, respeto, democracia y desarrollo político, social y económico lo que terminarán con este permanente choque de civilizaciones, aunque para ello será imprescindible, en cada una de las partes implicadas en el proceso, la voluntad necesaria para ello

2 comentarios:

  1. Que hay que respetar las creencias de cada uno es evidente y necesario, pero la religión siempre ha traído más problemas que regalos. Por unos u otros motivos, la gente tiende a integrarse en un grupo y a cometer locuras en nombre de la religión, y tales creencias suelen ir acompañadas de una visión ignorante y primitiva del mundo y de la humanidad. En mi opinión, lo mejor que le podría pasar a este planeta sería la supresión de todo dogma o creencia, ya sea religiosa, económica o política.

    Lo primero son las personas, darles una vida digna, evitar el dolor; la religión o la economía no sirven a tal fin, sino al de buscar poder para sus líderes. Un Papa, un presidente, etc. Es todo lo mismo: un macho dominante que emplea a las tropas de choque para extender su territorio, aunque sea figurado o mental.

    No obstante, tampoco me extraña que ocurran estas cosas, ya que vivimos todavía en la época de las cavernas, en la barbarie psíquica, en el brutalismo, la violencia, la ignorancia académica y los intereses mercantiles (que han desplazado a todos los demás). Lo único que me extraña es que la "sociedad" siga (mal)funcionando y no se haya autodestruido a estas alturas.

    Estamos en el sótano de la evolución, y como bestias inmundas nos comportamos.

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  2. Se puede decir más alto pero no más claro. Yo no soy creyente pero, como bien dices, es en primer lugar una cuestión de respeto.

    Por lo demás poco que añadir a algo que expones de forma tan meridianamente clara. pero sí, sí que quizas te equivoques en algo y es que ya hemos destruido buena parte del mundo y por esta prepotencia inherente a la sociedad occidental, en cierto modo es responsable de la muerte por inanición y fruto de la miseria de centenares de miles de personas cada día.

    Un saludo.

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