domingo, 22 de septiembre de 2013

El veredicto de las urnas

Las últimas encuestas pronostican que la abstención ganaría de forma decidida si se celebraran hoy mismo elecciones generales. No sabemos si, llegado el momento –las europeas de 2014 pueden ser una primera piedra de toque vista la inutilidad de sus instituciones-, la influencia mediática será lo suficientemente coercitiva como para movilizar a un número suficiente de electores que permitan prolongar esta especie de agonía en la que se ha sumido el sistema, visto el desprestigio de la clase política.

Decía Jardiel Poncela que “Los políticos son como los cines de barrio, primero te hacen entrar y después te cambian el programa”. Nada más lejos de la realidad actual, en especial cuando se trata de estos políticos de tres al cuarto con los que hemos tenido la mala fortuna de compartir nuestras vidas, y si no que se lo digan a los desencantados votantes del Partido Popular que creyeron ver en el mismo la solución a una crisis que, con o sin él, se ha hecho interminable consecuencia de un modelo político y económico a todas luces fallido.  

En lo político por cuanto, en primer lugar, la jefatura del estado queda en manos de una institución como la monarquía más convalidada por lo romántico que por los principios de la democracia. Si bien es cierto que la extraordinaria resistencia de la cúpula militar que había mantenido durante casi cuatro décadas su poder omnipresente en todos los ámbitos de la sociedad española, a sangre y fuego si fuera preciso, se arrogó aceptando en la Transición una monarquía parlamentaria como única fórmula para finiquitar la dictadura, ello no significaba que esta tuviera que ser asumida como un vínculo histórico de por vida para con el pueblo español. Se trataba de la aceptación del “Juan-Carlismo”, -la monarquía sustentada solo y exclusivamente en la persona de Juan Carlos I-,  como una vía que permitiera la consolidación de un sistema democrático pero no necesariamente la sumisión a un esquema político que otorgara de forma indefinida la jefatura del estado a través de un vínculo familiar. Por mucho que ello se aceptara en una Constitución forzada por las circunstancias.

Mantener la idea de que España ha sido un país tradicionalmente monárquico cuando las monarquías,  desde la profundidad de los tiempos, nunca han sido convalidadas por el pueblo y se han administrado bajo la intransigencia absolutista o liberal en sus diferentes formas, resulta un completo anacronismo ya que tal determinación nunca estuvo en manos del mismo. De hecho, en cuanto este pudo librarse de la supremacía de la corona, la democracia irrumpió a través de la 1º. y 2ª República, aunque acabaran sepultadas ambas por la fuerza de las armas en sendos alzamientos militares. Así, en lo político, la preponderancia real y las luchas de poder a su sombra impidieron que España tuviera su propia Revolución Industrial en el SXIX al contrario que el resto de las potencias europeas, lo que supuso un enorme freno para el desarrollo social y económico del país.

Ahora, tras casi cuatro décadas de vigencia, la monarquía española agoniza entre tramas corruptas y secretos de alcoba, víctima de sus propios excesos. Aún reconociéndole su estimable aportación a la consolidación democrática de este país, por muy paradójico que ello pueda parecer, ha llegado el momento de dar un paso adelante y, al menos, dar la oportunidad al pueblo de tener su “derecho a decidir” –eso que tanto teme nuestra denostada oligarquía política-, acerca de la persistencia o no de la misma.

En segundo lugar por la denigrante suplantación de la política que se ha hecho de un modelo basado en la opulencia de los partidos políticos que han supeditado todo el sistema legislativo, ejecutivo, judicial y electoral a los caprichos y devaneos de los mismos en aras de su permanencia a toda costa en el poder. La puesta en escena de lo que ha llegado a denominarse en aras de ello, como la muerte de las ideologías. Tanto es así que, si para  algo ha servido la actual crisis económica, es autentificar el grado de nepotismo existente entre la clase política que ha dado pie a que la plutocracia –un sistema de gobierno regido por quienes controlan las fuentes de riqueza-, se haya atribuido para sí misma el más absoluto control de gobiernos y estados al margen de siglas y logotipos que en su día definieron la clase y carácter de las formaciones políticas que representaban.

Tal modo de entender la política ha conducido a una crisis económica sin precedentes que está causando enormes estragos entre el grueso de la población mientras que, a su vez, la mayor parte de la riqueza se concentra cada vez en menos manos. Sustentada, en lo básico y primordial por su vasto aparato mediático a través de numerosos medios de comunicación y artificios de propaganda, haciendo culpables de la crisis por igual tanto a sus víctimas como a sus instigadores y verdugos. Pero mientras las primeras, por millones, sucumben a  la misma los segundos, unos pocos, apenas si se les suben los colores.

De no mediar respuesta por la ciudadanía el futuro que se presenta es cada vez más desgarrador y lo que en su día fue considerada literatura de ciencia-ficción que alumbraran autores como Ray Bradbury, George Orwell o Aldous Huxley, entre muchos otros, en el que la democracia había sido extirpada de la sociedad como si de un mal extraño se tratara y la libertad queda coartada y supeditada por un conjunto de plutócratas fruto del maridaje entre tecnología, riqueza y poder, puede ser una realidad que se antoja ya no muy lejana en el tiempo.

Quizá, vista la candidez del pueblo con quienes tan indignamente les gobiernan, sea solo a través de ese camino de la abstención en las urnas lo que propicie un nuevo impulso a otra clase política capaz de vertebrar una democracia que en verdad represente los intereses del mismo.

2 comentarios:

  1. La sociedad civil debe de recordar a nuestros dirigentes qué significa democracia representativa, no una plutocracia. Es oblígación de los ciudadanos. Mal iremos si los ciudadanos no cumplimos con lo que es nuestra obligación, responsabilidad.
    Un saludo


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    1. Sí, yo creo también en la democracia representativa pero, evidentemente, no en esta. En realidad los partidos políticos ya no representan a la ciudadanía -de hecho para ellos un voto viene a representar, en la práctica, solo un cheque en blanco- y han ido evolucionando las leyes para que en esta democracia solo se representen a ellos mismos.

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