domingo, 20 de noviembre de 2016

La Globalización y el pequeño comercio


Hace casi 20 años que tomo el desayuno diariamente en el mismo bar desde que llegué a este barrio vital de Badajoz en busca de mejores oportunidades, hastiado de la negligencia de los sucesivos gobiernos municipales que habían llevado a la ruina a su casco antiguo fruto del abandono, la desidia y su inusitada obsesión por la modernidad más allá de los límites de la vieja ciudad. Tanto su propietario como yo, como buenos vecinos, conocemos bastante bien la trayectoria de nuestros respectivos negocios. Aunque podamos discrepar en otras cosas, por ejemplo él es del Madrid y yo del Atléti, en esto del comercio estamos de acuerdo y es que los vientos que soplan no son nada buenos para ambos ni para la mayoría de nuestros congéneres y que este nuevo modelo económico bajo el mantra de que hay que ganar menos y consumir más nos está haciendo recurrir a toda nuestra dilatada experiencia para mantener en pie los mismos.

Aún recuerdo muchos años atrás, inmerso en otras lides hasta que tuve que hacerme cargo del negocio familiar, cuando un magnífico jefe nacional de ventas de los de aquellos tiempos, de los que sabía “vender” en la calle y no como los de hoy  que en la mayoría de los casos apenas si asoman la cabeza más allá de una engorrosa hoja de cálculo y se esconden tras un pseudónimo impronunciable, intentaba convencerme en una animada cena que España avanzaba y tenía que dejar atrás oficios de otras épocas.

Eran los tiempos de la que se dio en llamar “Reconversión Industrial”, cuando los empleados de las fundiciones, los trenes de laminado, de los del yunque y martillazo, se marchaban a su casa a millares para darle el testigo del que se decía caduco oficio a otros pueblos allende de los mares, ávidos de construir nuevos países al albor de la que para estos sería su tardía revolución industrial.

Pero en lo que no caímos, no supimos o quisimos darnos cuenta o, simplemente, quedamos absorbidos por la vorágine del progreso, es que aquella “reconversión” que de una manera u otra, antes o después, se dio en todas las naciones de occidente acabaría dando pie una a nueva redistribución del trabajo y el empleo que sin orden, ni concierto y sin el debido control iba a pasar al cabo de varias décadas una dura factura a las generaciones siguientes de trabajadores, pequeños empresarios y comerciantes.

Nuestro otrora populoso barrio está plagado hoy de numerosos locales donde los curtidos en el medio nos debatimos día a día en lo que se ha convertido un auténtica lucha por la supervivencia mientras vemos como tantos otros se apagan y reabren y vuelven a reabrir con la desbordante ilusión de, en su mayoría, jóvenes presos de esa medicina a la que iluminados más allá de la estratosfera llaman emprendimiento y de la imperiosa necesidad de encontrar un cauce a sus vidas víctimas de la escasez y precariedad de un empleo que debería ser digno y estable.

A la par, las grandes cadenas y centros comerciales controlados por empresas multinacionales acaparan el grueso del mercado amparados en su enorme capacidad de persuasión, sus grandes recursos, en muchos casos las condiciones infrahumanas con las que ellos mismos determinan sus medios de producción y, como no, la complicidad de gobiernos y administraciones públicas en pos de esa nueva diosa llamada “Competitividad”.


Es precisamente esa obsesión por competir en franca desventaja frente a esas grandes corporaciones y desde posiciones de imposible viabilidad y costes inasumibles, la que está llevando a muchos negocios a la bancarrota y mientras sí, mientras no, poniendo en riesgo al resto al recortar los márgenes de beneficio hasta límites igualmente insostenibles. Si a ellos sumamos la falta de profesionalidad en numerosos casos y en otros la inconsciencia de una situación desesperada, conviene en ello un cóctel que conlleva de manera ineludible al fracaso, al cierre del establecimiento, cuando no a la ruina propia y ajena.

Los que creemos de manera firme tanto en la libertad de mercado como en un control por parte de las administraciones en pos del equilibrio y un justo reparto de la riqueza a través de las rentas del trabajo, lejos también de nacionalismos y proteccionismos exacerbados, cuando empezamos a ver los peligros de este modelo de globalización, mucho antes de que se desencadenara esta maldita crisis que se ha hecho crónica para la mayoría y resultado extraordinariamente beneficiosa para unos pocos, empezaron a llamarnos poco menos que bárbaros. Hoy, lamentablemente, se han cumplido todos nuestros pronósticos pero a pesar de ello todavía nos siguen considerando los mismos bárbaros que entonces. Si cabe peor cuando se denuncia el empecinamiento en las mismas fórmulas que han conducido a semejante desatino.

Los nuevos gurús de la economía, tan distantes de la realidad a pie de calle como manipuladores de la misma intentando equiparar los recursos y las ventajas de las grandes empresas multinacionales con los del pequeño comercio, alientan la especialización de estos útimos como la única respuesta a sus propios errores de estrategia y de cálculo. Pero ni existen tantas especializaciones ni dichos recursos están al alcance de esta nueva hornada de emprendedores que pretende implantarse como remedio a un proceso que se ha manifestado tan insostenible como indigno para los trabajadores, sean estos por cuenta propia o ajena.

La Globalización debía entenderse como un proceso de armonización de los bienes de producción de todos los países tal como se preconizó tras la 2ª. Guerra Mundial, favoreciendo un desarrollo sostenible y un más justo equilibrio entre los pueblos. Pero la avaricia y codicia humanas guiadas por una obsesión desmedida por el poder y el dinero, han hecho que tales intenciones hayan quedado relegadas por una inexplicable e insostenible teoría del crecimiento perpetuo en un mundo, además, de recursos limitados. Sin embargo, un reciente trabajo del Instituto de Ciencias y Tecnologías Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona asegura que solo el 4 % de los encuestados seguiría apostando por un modelo de crecimiento a cualquier precio. Curiosamente, un porcentaje próximo a ese 1 % de la población mundial que acumula tanto patrimonio como todo el resto del planeta.


Todavía recuerdo en mi juventud cuando ayudaba a mis padres en el negocio familiar durante la Navidad. Aquellas calles plagadas de comercios del casco antiguo de Badajoz se llenaban de gente y las tiendas estaban repletas de clientes cargados de bolsas y paquetes de regalos que entraban y salían de un sitio y otro. Después me hice adulto y llegué a mi nuevo barrio y disfrutaba de cada campaña de reyes como un desahogo para salvaguardar los meses más difíciles del año. Más tarde llegarían los años locos y el dinero corría a borbotones embriagados por esa borrachera impulsada por el mundo financiero hasta que se cayó en la cuenta de la estafa. Hoy, casi de mayor, inmerso en una batalla encarnizada por mantener a flote mi negocio, como mi amigo en su bar, me temo que aquellos tiempos no volverán.

2 comentarios:

  1. Cosas del vigente sistema económico-social. Es urgente llevar a cabo un cambio de paradigma. El nuevo paradigma debe girar acerca del ser humano y no alrededor del dinero, la competitividad. El crecimiento económico debe ser sustituido por el bienestar social. En ese cambio juega o debe jugar un papel desisivo los ciudadanos. Con frecuencia digo que considero pecado mortal comprar en un supermercado, porque eso significa enriquecer a los ricos. Es responsabilidad de los ciudadanos crear un mundo más justo y humano.
    Un saludo

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    1. Sin duda Juliana. Visto lo visto parece que desde abajo, desde los municipios es donde debemos empezar a cambiar. Y en ello estamos.

      Un saludo.

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