martes, 14 de junio de 2011

Luchemos por el futuro

Con el firme deseo  de evitar que el malestar social derivado de una situación tan aciaga como la Gran Depresión de los 30 volviera a provocar una tragedia que había sesgado la vida de millones de personas en la 2ª. Guerra Mundial, el final de la misma trajo como consecuencia un cambio completo en el modelo de sociedad.  Así, como ya hubiera iniciado Rooselvet con el New Deal,  la Democracia cristiana clásica y la Socialdemocracia recogen esta idea en la Europa democrática y se afanan en la aplicación de medidas como la universalización de la sanidad, el sistema público de pensiones, el seguro de desempleo, el derecho a la educación y otros servicios públicos básicos. Era el alumbramiento del Estado del Bienestar, es decir, un modelo basado en la solidaridad y el bien común garante de unos servicios públicos mínimos que permitiera llevar una vida mejor a los ciudadanos. Pero, tras la Crisis del petróleo del 73, vuelve a irrumpir una nueva corriente liberal que recibe el apodo de “neoliberalismo” en el que, por principio, la funcionalidad del estado ha de quedar reducida a la mínima expresión ya que este pasa a ser considerado un obstáculo para el progreso económico y un impedimento al desarrollo de la iniciativa individual. Por ende también resultan ahora un perjuicio para las empresas tanto los costes salariales –al considerársele ahora solo un gasto y no la base de la producción- , como los derechos de los trabajadores y la fiscalización de las mismas ya que, a su modo de entender, cuestiones de este tipo impiden el aumento de sus beneficios.

Es en la década de los 80 con el impulso definitivo de Reagan y Margaret Tatcher cuando empieza a asentarse ese cambio de pensamiento primero en Estados Unidos y después en Europa hasta fraguar y consolidarse en los 90. Pero cuando la sociedad pasa de ser un bien colectivo a un instrumento de uso individual esto lleva de manera ineludible al egoísmo, la avaricia y la codicia sin límites, lo que acabará derivando a esta crisis sistémica –económica, social y de valores-,  cuyo único parangón podemos encontrarlo en la citada década de los 30 por causas más o menos similares: la ambición desmedida de muchos, la falta de control y regulación por parte de las autoridades y el ensimismamiento de una parte muy importante de la población.

¿Cómo es posible que ese modelo de pensamiento haya vuelto a calar tan hondo en todos los ámbitos de la sociedad y lo siga haciendo, aún consumado una y otra vez su naufragio? La respuesta está en el extraordinario poder que la industria mediática ha alcanzado a través de los medios de comunicación de masas, de tal modo que pueden orientar y modelar la vida de millones de personas, apoyándose también en el servilismo de una clase política de muy bajo calado. Y los ejemplos se multiplican. Del mismo modo que los modelos de belleza femenina prefabricados en la pequeña pantalla conducen a la anorexia en muchas jóvenes o se eleva a heroína nacional a la más absoluta vulgaridad por el solo mérito de llevar una vida de telenovela ¿no habrá de resultar fácil la modelación de la masa social en virtud a los intereses de las grandes corporaciones industriales y financieras? En definitiva, la realidad objetiva es irrefutable, las tesis neoliberales que han arraigado sobremanera en el mundo desarrollado en los últimos 25 años han fracasado absolutamente y se impone una decidida transformación de la sociedad así como una renovación absoluta de toda la clase política que ha sido presa fácil de la clase dominante. De no ser así, el afán desmedido por la acumulación de riquezas y poder de unos pocos acabará abocando a la mayoría de los ciudadanos a un futuro ciertamente sombrío donde los derechos fundamentales formen solo parte del recuerdo de épocas pasadas.  

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