Decía Jardiel Poncela que “Los políticos son como los cines de barrio, primero te hacen entrar y
después te cambian el programa”. Nada más lejos de la realidad actual, en especial
cuando se trata de estos políticos de tres al cuarto con los que hemos tenido
la mala fortuna de compartir nuestras vidas, y si no que se lo digan a los
desencantados votantes del Partido Popular que creyeron ver en el mismo la
solución a una crisis que, con o sin él, se ha hecho interminable consecuencia
de un modelo político y económico a todas luces fallido.
En lo político por cuanto, en primer lugar, la jefatura del
estado queda en manos de una institución como la monarquía más convalidada por
lo romántico que por los principios de la democracia. Si bien es cierto que la
extraordinaria resistencia de la cúpula militar que había mantenido durante
casi cuatro décadas su poder omnipresente en todos los ámbitos de la sociedad
española, a sangre y fuego si fuera preciso, se arrogó aceptando en la Transición
una monarquía parlamentaria como única fórmula para finiquitar la dictadura, ello
no significaba que esta tuviera que ser asumida como un vínculo histórico de
por vida para con el pueblo español. Se trataba de la aceptación del
“Juan-Carlismo”, -la monarquía sustentada solo y exclusivamente en la persona
de Juan Carlos I-, como una vía que
permitiera la consolidación de un sistema democrático pero no necesariamente la
sumisión a un esquema político que otorgara de forma indefinida la jefatura del
estado a través de un vínculo familiar. Por mucho que ello se aceptara en una
Constitución forzada por las circunstancias.
Mantener la idea de que España ha sido un país
tradicionalmente monárquico cuando las monarquías, desde la profundidad de los tiempos, nunca
han sido convalidadas por el pueblo y se han administrado bajo la
intransigencia absolutista o liberal en sus diferentes formas, resulta un
completo anacronismo ya que tal determinación nunca estuvo en manos del mismo.
De hecho, en cuanto este pudo librarse de la supremacía de la corona, la
democracia irrumpió a través de la 1º. y 2ª República, aunque acabaran
sepultadas ambas por la fuerza de las armas en sendos alzamientos militares.
Así, en lo político, la preponderancia real y las luchas de poder a su sombra
impidieron que España tuviera su propia Revolución Industrial en el SXIX al
contrario que el resto de las potencias europeas, lo que supuso un enorme freno
para el desarrollo social y económico del país.
Ahora, tras casi cuatro décadas de vigencia, la monarquía
española agoniza entre tramas corruptas y secretos de alcoba, víctima de sus
propios excesos. Aún reconociéndole su estimable aportación a la consolidación
democrática de este país, por muy paradójico que ello pueda parecer, ha llegado
el momento de dar un paso adelante y, al menos, dar la oportunidad al pueblo de
tener su “derecho a decidir” –eso que tanto teme nuestra denostada oligarquía
política-, acerca de la persistencia o no de la misma.
En segundo lugar por la denigrante suplantación de la
política que se ha hecho de un modelo basado en la opulencia de los partidos
políticos que han supeditado todo el sistema legislativo, ejecutivo, judicial y
electoral a los caprichos y devaneos de los mismos en aras de su permanencia a
toda costa en el poder. La puesta en escena de lo que ha llegado a denominarse
en aras de ello, como la muerte de las ideologías. Tanto es así que, si
para algo ha servido la actual crisis
económica, es autentificar el grado de nepotismo existente entre la clase
política que ha dado pie a que la plutocracia –un sistema de gobierno regido
por quienes controlan las fuentes de riqueza-, se haya atribuido para sí misma
el más absoluto control de gobiernos y estados al margen de siglas y logotipos
que en su día definieron la clase y carácter de las formaciones políticas que
representaban.
Tal modo de entender la política ha conducido a una crisis
económica sin precedentes que está causando enormes estragos entre el grueso de
la población mientras que, a su vez, la mayor parte de la riqueza se concentra
cada vez en menos manos. Sustentada, en lo básico y primordial por su vasto
aparato mediático a través de numerosos medios de comunicación y artificios de
propaganda, haciendo culpables de la crisis por igual tanto a sus víctimas como
a sus instigadores y verdugos. Pero mientras las primeras, por millones,
sucumben a la misma los segundos, unos
pocos, apenas si se les suben los colores.
De no mediar respuesta por la ciudadanía el futuro que se
presenta es cada vez más desgarrador y lo que en su día fue considerada
literatura de ciencia-ficción que alumbraran autores como Ray Bradbury, George
Orwell o Aldous Huxley, entre muchos otros, en el que la democracia había sido
extirpada de la sociedad como si de un mal extraño se tratara y la libertad
queda coartada y supeditada por un conjunto de plutócratas fruto del maridaje
entre tecnología, riqueza y poder, puede ser una realidad que se antoja ya no
muy lejana en el tiempo.
Quizá, vista la candidez del pueblo con quienes tan
indignamente les gobiernan, sea solo a través de ese camino de la abstención en
las urnas lo que propicie un nuevo impulso a otra clase política capaz de
vertebrar una democracia que en verdad represente los intereses del mismo.
La sociedad civil debe de recordar a nuestros dirigentes qué significa democracia representativa, no una plutocracia. Es oblígación de los ciudadanos. Mal iremos si los ciudadanos no cumplimos con lo que es nuestra obligación, responsabilidad.
ResponderEliminarUn saludo
Sí, yo creo también en la democracia representativa pero, evidentemente, no en esta. En realidad los partidos políticos ya no representan a la ciudadanía -de hecho para ellos un voto viene a representar, en la práctica, solo un cheque en blanco- y han ido evolucionando las leyes para que en esta democracia solo se representen a ellos mismos.
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