Haciendo abstracción de las leyes afectas al “derecho de
reunión” de la época franquista, inspiradas en un Decreto de la Vicepresidencia
del Gobierno de 2 de Marzo de 1938 que se modularía posteriormente en la Ley de
Orden Público 45/1959 de 30 de Julio que, en la práctica, prohibía el uso
público del mismo quedando este circunscrito a las acciones de propaganda
promovidas por el régimen, no sería hasta después de la muerte del General
Franco cuando, aún en su ejercicio como presidente del gobierno Carlos Arias
Navarro, el 29 de Mayo de 1976 quedaba aprobada la Ley 17/76 que iniciaría el
camino para la implantación del citado derecho de reunión y manifestación en el
pueblo español.
Posteriormente, será el artículo 21 de la Constitución de
1978 el que “reconoce el derecho de reunión pacífica y sin
armas. El ejercicio de este derecho no necesitará autorización previa” y que “en los casos de reuniones en lugares de
tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad,
que sólo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del
orden público, con peligro para personas o bienes”.
Así, tras los avatares de la
Transición Española, con sus numerosos impedimentos a costa de los diversos
intentos de asonadas militares llevadas a cabo con mayor o menor repercusión,
hubo que esperar hasta la llegada del
gobierno de Felipe González para que, a través de la Ley Orgánica 9/1983
de 15 de Julio se regulara “el núcleo
esencial del derecho de reunión, ajustándolo a los preceptos de la
Constitución”. Es significativo recordar también que ya esta Ley en su
artículo 3º. recogía que ”ninguna reunión
estará sometida al régimen de previa autorización” y que, además, “la autoridad gubernativa protegerá las
reuniones y manifestaciones frente a quienes trataren de impedir, perturbar o
menoscabar el lícito ejercicio de este derecho”, ahora que, precisamente 30
años más tarde, es el propio gobierno actual
quien pretende restringirlo.
Ente medias, el 21 de Febrero de
1992, también bajo el mandato del presidente González, se promulgaba la Ley de
Seguridad Ciudadana, más conocida por el apellido de su valedor el Ministro de
Interior José Luis Corcuera aunque popularmente se le acabaría reconociendo por
el de la “ley de la patada en la puerta”. Aunque no podría considerársele
específicamente dentro del ámbito a que se refiere este artículo sí que ha que
ha servido como elemento inspirador para el título que hemos querido dar al
mismo por cuanto podemos ver a través de este cómo, aún dentro de un régimen
considerado democrático, puede el ejecutivo poner en entredicho los derechos
más básicos y fundamentales. De este modo el Tribunal Constitucional acabaría
derogando buena parte del artículo 21 de dicha ley en el que se decía que “será
causa legítima para la entrada y registro en domicilio por delito flagrante el
conocimiento fundado por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que les
lleve a la constancia de que se está cometiendo o se acaba de cometer alguno de
los delitos que, en materia de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias
psicotrópicas, castiga el Código Penal, siempre que la urgente intervención de
los agentes sea necesaria para impedir la consumación del delito, la huida del
delincuente o la desaparición de los efectos o instrumentos del delito”. Nunca sabremos si el ministro pretendía de
forma tan flagrante vulnerar derechos fundamentales o pretendía hacerse de
buena parte del clamor ciudadano contra esa lacra que supone el mundo de las drogas
pero la realidad objetiva y sobre todo, el derecho legal, vino a demostrar el
error mayúsculo con que se había pronunciado la norma.
Ahora, por
circunstancias absolutamente distintas y cuando buena parte de la sociedad se
haya sufriendo las consecuencias de una
crisis -como atestiguan toda una concurrencia de datos auténticamente
aterradores vistos desde cualquier perspectiva de índole humana y social-, que,
para colmo, son en buena parte reprochables al gobierno actual, este pretende
evitar que el pueblo pueda ejercer, al menos, su derecho al pataleo frente a
las instituciones verdaderamente responsables de la misma.
Máxime
cuando, en primer lugar fueron los gobiernos inmediatamente anteriores, de José
Mª. Aznar y José L. Rodríguez Zapatero, los que actuaron como adalides de verdaderos despropósitos en materia
económica permitiendo a las grandes corporaciones industriales y financieras toda
clase de artimañas para construir un monstruoso castillo de naipes que, al
primer viento de cambio, se desmoronaría inevitablemente arrastrando tras de sí
a millones de familias dejándolas en la ruina, mientras los artífices del mismo amasaban gigantescas
fortunas.
En segundo
por la negligencia del gobierno Zapatero por no querer ver como ese mismo
castillo se desmoronaba bajo sus pies cuando un año antes ya lo venía haciendo
en la mayoría de los países occidentales que se habían decantado por el mismo
modelo económico y no haber evitado así males mayores. Y por último por el
gobierno actual, el del presidente Rajoy, un hombre con una experiencia
política fuera de toda duda y con su partido rigiendo el destino de buena parte
de las Comunidades Autónomas españolas desde mucho tiempo antes de su regreso
al gobierno, -lo que no puede hacer creíble que desconociera la realidad de la
situación-, por haber alcanzado el poder con un disfraz de programa político
que solo ha conducido a empeorar aún más la realidad de la mayor parte de la
población y beneficiar aún más -como avalan los datos-, a la clase dominante.
Este es el
escenario real, con un futuro más que incierto como refleja el día a día, lejos
de esos nuevos “brotes verdes” que, a modo de propaganda, se jacta esa misma
plutocracia dominante amparada en datos macroeconómicos que en nada o casi nada
afectan al común de los ciudadanos o que, en el mejor de los casos, quedan tan
lejos de hacerlo, que no pueden servir ni de alivio ni de consuelo a sus
maltrechas vidas.
Sería difícil
entonces no actuar de agoreros cuando vemos como están retrocediendo derechos tan
sufridamente logrados en las últimas décadas, por mucho que no hayan podido materializarse
de lleno fruto de una democracia todavía excesivamente joven con respecto a nuestros
vecinos allende de los Pirineos. Pero si ya es la misma libertad la que se
cuestiona, de no mediar la actuación directa del pueblo para impedirlo, difícilmente
podremos esperar nada mejor de nuestro futuro y el de nuestros hijos.
Es un gesto dictatorial, pero el ser humano tiene múltiples e insospechados recursos lo que hace falta es que el ciudadano no tolere, acepte cualquier desvario o exceso, de forma acrítica y resignada; si por cansancio, agotamiento y claudicación, acepta lo inaceptable, se hará a sí mismo un daño ireparable, descenderá peligrosanente en humanidad.
ResponderEliminarNo podremos manifestarrnos en la calle, pero podremos reunirnos para pensar en alternativas: las manifestaciones están bien, pero no arregan nada frente a "los mercados" y sus sirvientes los gobiernos-dictadores.
Un saludo
Hola Juliana.
EliminarSí, pero no es menos cierto que el hacer ruido despierta conciencias y no debemos olvidarnos de ello. Salvando la distancia y el contexto histórico, numerosas revoluciones sociales han sido consecuencias de tumultuosas manifestaciones del pueblo en contra de la plutocracia y oligarquía dominantes en cada caso.
Pero sí, claro que para ello hay que pensar, saber, conocer y tener los elementos de juicio necesarios para poder tomar una decisión por si mismo. Faltaría más y en ello estamos.
Un saludo y gracias por comentar.